[b][ Benjamin McBeth | Paramo helado ][/b][/align]
El primer pensamiento que cruzó mi mente al abrir los ojos fue que había vuelto a [i]Islandia[/i].
Parpadeé un par de veces, confuso y sin tener claro cómo había llegado a estar allí, de pie sobre una superficie helada. Miré a mi alrededor. El hielo llegaba hasta donde alcanzaba la vista y, donde éste acababa, nacían las cumbres coronadas de blanco que me rodeaban. El viento frío podría arrancar el aliento a cualquier persona normal y el silencio era ensordecedor; parecía, sonaba como y hacía el mismo frío que en Islandia, así que deduje que [i]tenía que ser[/i] Islandia. Giré sobre mí mismo, levanté la vista al cielo de un azul pálido en el que el sol parecía brillar mucho menos que en California, y me fijé en la ladera de la cumbre que quedaba a mi derecha, moteada de árboles y arbustos aquí y allá, que sobrevivían a la nieve y eran casi como los que yo recordaba.
[i]Casi.[/i]
Sacudí la cabeza, llevándome las manos a ella. El dolor de cabeza agravaba la confusión y la luz demasiado blanca del lugar que me hería en los ojos sólo hacía que incrementarlo. Entrecerré los ojos para mirar a lo lejos, intentando pensar sin dejarme influir por el martilleo incesante que se daba dentro de mi cráneo. No se veía ninguna casa, ninguna población cercana. Parecían los alrededores del poblado de Leoh, pero a la vez tenía la intuición de que no lo era. ¿Cómo habría llegado hasta allí, de todas formas? Hacía años que ni pisaba ni había tenido intención de volver a pisar a aquel país, así que no había razón alguna para que yo estuviera allí, o habría tenido que ser muy gorda, y en ése caso no había razón para que la hubiera olvidado.
Respiré hondo, cerrando los ojos y aprovechando el aire helado que me llenaba los pulmones, paliando levemente el dolor. Era una de las pocas cosas que echaba de menos de aquel lugar; California era demasiado cálido para mi gusto, aunque al menos nadie allí me había colgado de un gancho para torturarme por no haber sido capaz de matar a alguien. [i]Todavía[/i]. Abrí los ojos y, al girarme de nuevo, los vi. Eran un grupo de gente, a lo lejos. No demasiados, tal vez diez, tal vez doce, y parecían estar todos juntos. Dudé unos segundos. No podía saber si iban a ser amigables o, por el contrario, iban a darme la bienvenida con un rifle.
Cambié el peso de una pierna a otra, pensando, y entonces lo oí. Un crujido inaudible para cualquier humano, que yo mismo apenas fui capaz de oír, pero que llamó mi atención hacia el suelo. Miré hacia abajo, atando cabos: no estaba de pie sobre nieve congelada, estaba de pie sobre placas de hielo. Tenía sentido, si lo pensaba. Aquello era un valle y allí en medio era donde probablmente, en verano, podía encontrarse un lago que era bastante grande a juzgar por hasta dónde llegaba el hielo. Volví a levantar la vista, fijándola en las figuras que apenas se movían a lo lejos, y me decidí. De todas formas, si había crujido así, estar allí en medio tampoco era seguro.
Adelanté una pierna con cuidado, prestando atención al sonido del hielo bajo mis pies. Cuando apoyé el pie delante del otro, escuché los ruidos de ruptura, suficientes para preocuparme pero no para tener que echar a correr. Aún. Contuve un suspiro de alivio cuando pude dar un segundo paso hacia delante sin que el suelo cediera bajo mis pies, y me dispuse a dar un tercero, preguntándome cuántos podían quedar hasta que llegara al final del lago. Miré hacia delante y evité calcular. Eran muchos más de los que querría. No me asustaba el frío; por suerte, el frío sólo me animaba y ayudaba a paliar el malestar. Lo que me asustaba era el agua, la idea de romper el hielo y verme a merced de ella, con todas las cosas que podían salir mal.
Me dije a mí mismo que no sucedería nada y seguí caminando. Despacio, pero no demasiado; seguro, sin impregnar de demasiada fuerza a mis pasos; manteniendo los sentidos alerta y con la vista oscilando entre el hielo y el frente. Casi pensé que podría perseguirlo y, sin embargo, no había dado cuatro pasos más cuando oí otro crujido bajo mis pies, ésta vez ensordecedor para mí y durante un instante que pareció una eternidad, me quedé congelado en el sitio, con el paso a medias y un pie apenas apoyado en el hielo. Un segundo después, eché a correr.
No lo suficientemente rápido, por lo visto, porque pronto las gritas me alcanzaron y el suelo firme desapareció bajo mis pies. Intenté dar un salto para llegar a la siguiente placa de hielo, pero en su lugar mis botas se hundieron en el agua helada y, con ellas, yo.
El golpe del agua fría fue inmediato, dejándome sin respiración unos instantes. Cuando reaccioné, moví frenéticamente brazos y piernas, intentando salir a la superficie e intentando que fuera antes de que el agua volviera a solidificarse, pero estaba demasiado fría incluso para mí. El agua ni siquiera era mi elemento, pensé mientras abría los ojos y extendía los brazos hacia arriba. La ropa empapada y las botas, sin embargo, pesaban y tiraban de mí hacía abajo. Cada vez quedaba menos aire en mis pulmones; cogí impulso con los brazos y di un golpe particularmente fuerte de piernas. Cuando mi cabeza rompió con la superficie del agua, el dolor de cabeza casi había desaparecido, pero podía jurar que mis pestañas estaban congeladas y pronto lo estaría también mi pelo. Bajo el agua, mis piernas se agitaban tan frenéticamente como podía y mi corazón bombeaba con fuerza, intentando que la sangre llegara a todas partes antes de que fuera tarde.
Cogí una fuerte bocanada del aire, sin parar de moverme. Miré a un lado, miré a otro, preguntándome si alguien de aquel grupo de gente me habría visto caer. Probablemente ni siquiera sabían que estaba allí. Avancé un poco en el agua, sintiendo los músculos cada vez más entumecidos, y extendí un brazo hacia la siguiente placa de hielo, que se deshizo bajo mi apoyo. Lo intenté con la siguiente, pero de nuevo la grieta se abrió rápidamente en la superficie y yo me hundí un poco más en el agua. Respiré hondo, intentando que llegase más y más aire a mis pulmones. Que mi corazón hiciese llegar el oxígeno a mis piernas, que comenzaban a moverse con más lentitud.
Los músculos comenzaban a no responder, me di cuenta, y una alarma sonó en mi cabeza. Giré sobre mí mismo, mirando alrededor, pero parecía haber caído justo en el centro del lago y todas las distancias parecían igual de lejanas. Rompiendo el hielo y nadando no llegaría vivo a la orilla, pero tampoco llegaría vivo a ninguna parte estando allí. Volví a respirar con fuerza. Sentía las piernas agarrotadas, cansadas, y todo mi cuerpo tiraba de mí hacia abajo. Me hundí unos instantes y el agua cubrió incluso mi pelo. Cuando volví a sacar la cabeza, no necesité más de dos segundos para sentir el miedo haciéndose poco a poco con mi cerebro, mientras el frío y el agua se agarraban a mis piernas y tiraban de mí hacia el fondo. [i]Tenía que salir de allí[/i], fuera como fuera.
Volví a extender otro brazo hacia delante y lo apoyé en el hielo. Con un impulso de mis piernas logré saltar y colocar casi medio cuerpo sobre la placa, antes de que ésta girase sobre sí misma y me hundiese bajo ella. El pánico ma paralizó por un segundo, los ojos demasiado abiertos observando la oscuridad que había allí abajo, con la placa tapándome la escasa luz del sol, y los oídos inútiles bajo el agua. Reaccioné, buceando hacia la derecha, hacia esa otra brecha en el hielo por la que podría salir, y di un impulso con las piernas hacia arriba, dándome cuenta de que tenía la pierna derecha casi dormida. Di otro golpe en el agua. El dolor de cabeza había vuelto, ésta vez provocado tal vez por el esfuerzo y la escasez de oxígeno, y el frío ya no parecía puñales contra la piel; al contrario, el frío había calado tan adentro que la piel parecía insensible al que venía de fuera. Alcé las manos y, con un tercer y último golpe de piernas, me propulsé hacia la superficie.
Sólo que la superficie del agua ya había comenzado a solidificarse, por lo que no llegué a salir. Me golpeé, en su lugar, y el dolor pareció partirme en dos, dejándome K.O un par de segundos que quedé a la deriva, bajo el agua. Luego el miedo volvió en crecientes oleadas y lancé un puño contra la fina placa de hielo que se había formado. Noté las grietas que se abrían en ella y volví a golpear. Ya estaba casi rota, pero no sabía si podría lanzar un nuevo puñetazo. Apenas sentía el brazo y mis pulmones comenzaban a gritar dolorosamente pidiendo oxígeno, mientras mi cuerpo se hundía unos centímetros.
Lancé una maldición, pero en su lugar sólo tragué agua. Comenzaba a marearme y sabía lo que significaba ese cosquilleo dentro de mí. Era mi poder. Como cuando era pequeño y algo me daba demasiado miedo, entonces las chispas se escapaban de mis dedos sin que pudiera evitarlo, las sentía en las venas. Pero ahora no me podía permitir eso, o me freiría como un perrito caliente. Me moví tanto como pude; al menos intentando no congelarme, y volví a lanzar un puño contra la superficie, pero la pequeña placa de hielo no sólo se había rehecho, sino que ahora tendría casi un centímetro de grosor. Me ahogaba, lo sabía. Me quedaba poca fuerza y energía y menos oxígeno, y cuando empecé a oír una música conocida, no me sorprendí. Debía estar delirando. Si hubiera sido otro en mi posición, me habría reído de él y de que se hubiera metido en esta situación.
Cerré los ojos. Leoh escuchaba música clásica y me la hacía escuchar a mí. Aquello era Beethoven. Lo supe porque apenas traía recuerdos. Leoh odiaba a Beethoven. Él prefería a Wagner y [i]La carga de las valkirias[/i] y por eso yo había aprendido a odiar su música. Ninguna pieza clásica me agradaba especialmente en esos tiempos, en realidad, y no era capaz de reconocer, allí quieto en la oscuridad bajo el agua, la melodía que sonaba. Sí sabía que podía aprovecharme de ella, sin embargo, o lo supe en el momento en que la música comenzó a traer recuerdos. Escenas de mi vida en Islandia, momentos concretos que hicieron que me hiriviera la sangre, que todo el odio que alguna vez había sentido por Leoh volviese a correr libre por mis venas y me despertase de aquella especie de trance.
Abrí los ojos, de repente. Estaba mareado, cansado, mojado hasta los huesos y con el frío abrazándose a cada célula de mi cuerpo, pero también sentía el suficiente odio como para que mi instinto de supervivencia reapareciera. Contuve un grito y cerré los ojos, concentrándome en la imagen de mi forma demoníaca. Sentí una punzada en el corazón y mis pulmones ardían desesperadamente por oxígeno mientras abría los ojos y miraba mis manos, ahora casi blancas, terminadas en uñas que estaban más cerca de las garras. Cerré el puño y concentré todas las fuerzas que me quedaban en él; era mi única oportunidad. Retrasé el brazo y lo lancé contra la superficie de hielo a tanta velocidad como pude.
Cuando el brazo rompió el hielo y el impulso me arrastró a mí consigo, consiguiendo que el aire helado golpeara violentamente la piel de mi rostro y mis brazos, tomé una gran bocanada de aire y, por un segundo, casi hubiera pensado que podría morir por demasiado oxígeno.
Por suerte, me sentía más vivo que nunca y durante un instante, ni siquiera me di cuenta de que seguía oyendo la canción.
[spoiler]Buenos días, Moondale *ha dormido tres horas, no se responsabiliza de lo que ha podido pasar al releer y corregir el post nada más levantarse*[/spoiler]
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