Moondale

TAN HUMANA COMO CUALQUIERA

[align=center][b]Silver Wolfe | Sotano[/b]

sotano

Otro suelo frío. Otro más. ¿Cuántos más podré soportar? ¿Por qué no existen calefacciones para los pisos?

Tirada, acurrucada, y muy cansada. Así me encontraba. Pero eso no era lo que más me asustaba, había estado en situaciones peores, como cuando estuve encerrada en la Iniciativa Awaken. Lo que más me desesperaba era desconocer cómo había llegado a aquella situación. Poco antes había estado corriendo para no ser devorada por una familia de zombies chungos, y ahora estaba sola, en algún lugar encerrada. ¿Un sótano? Frío, húmedo, totalmente oscuro.

La única claridad que me llegaba era la que traspasa el marco de una puerta que se encontraba al final de una escalera de madera. Intenté subir los peldaños, pero las piernas no me respondían. Luego, en un intento estúpido e infantil de hacer explotar la puerta, intenté la magia, pero en aquellos momentos era tan humano como cualquier otra persona. Nada me funcionaba. Ni siquiera insultar a diestro y siniestro.

La bombilla, una de bajo consumo, emitía una luz tan leve que mejor era permanecer a oscuras, pero si era el momento de elegir, prefería mantenerla cerca de mi. ¿Por qué me está pasando todo ésto? ¿A quién he matado? Mi abuela siempre me dijo que ser una bruja traería sus muchas malas consecuencias, pero aún así no fui capaz de imaginarme una vida a lo Harry Potter: todo el mal karma sobre mi. En fin, nadie dijo que ser guapa y bruja era una tarea fácil de llevar.

La sonrisa se desdibujó en mi rostro cuando aquel escalofrío me recorrió todo el cuerpo. ¿De dónde provenía? Bah, habría sido alguna imaginación mía. Al fin y al cabo, lo menos que me preocupaba en aquel momento eran alucinaciones, tenía más terror a que la zombie loca apareciese allí debajo.

De pronto, la bombilla comenzó a moverse, de una lado a otro, balanceándose como si de un columpio se tratase. La luz iluminaba toda la habitación. Me estaba comenzando a marear, incluso pensé que vomitaría, hasta que la luz se extinguió. A oscuras, sola, con aquel escalofrío aún recorriendo mi cuerpo, y tirada en aquel suelo. Un suspiro, un simple suspiro, y estaría muerta.

Un fogonazo de luz. De repente, una silla se había colocado justo enfrente de la escalera, a pocos pasos de mi. Juraría por todo el maquillaje del mundo que antes no estaba. Otro fogonazo de luz. La silla había pasado a estar ocupada por una mujer, con un vestidito blanco, mirándose las manos. Otro fogonazo de luz, la mujer había envejecido, seguía en su vestido, pero se veía que ya le quedaba grande, que las arrugas se habían apoderado de su ser. Otro fogonazo de luz, y la señora desapareció. ¿Dónde se había metido? ¿Qué me está ocurriendo? Necesito comer urgentemente, tomarme una ducha, ver el sol. Otro fogonazo inesperado. La señora, que casi ni se mantenía en sus dos piernas, se acercaba hacia mi. Otro fogonazo más. Y desapareció, sólo se encontraba la silla entre la escalera y mi cuerpo. Se hizo el silencio de pronto, había dejado de respirar desde que los fogonazos habían comenzado y seguía sin hacerlo, asi que me obligué a coger todo el aire posible, o si no moriría. Pensé en levantarme y apartar la silla, pero aquel fogonazo me cogió desprevenida. Cuando abrí los ojos me encontré a la anciana, nariz con nariz, clavándome sus ojos inyectados en sangre, con la carne podrida y desgarrada, y aquel olor a putrefacción. Otro fogonazo de luz, y no había nadie.

El grito desgarrado que escuché a continuación provenía de algún lugar de aquel sótano, quizás de treinta metros bajo aquel suelo, o al menos eso pensé hasta que me di cuenta de que era mi voz la que se rompía, que era mi garganta, mis cuerdas vocales, las que sufrían. Y no pude ponerle freno.

Ella. Estaba segura. Aún sin mantener mitad del rostro, comida por los gusanos, mucho más muerta que los zombies con los que me enfrenté, era ella. Ella. Ella. Tan segura como que me llamaba Sylver, tenía veinticuatro años y residía en Moondale. Tan segura como que era bruja, me gustaban los muffins de chocolate inmensos, y los días soleados. Tan segura como que odiaba las coletas, al profesor de matemáticas y el hambre en el mundo. Tan segura como que ella era ella.

Mi abuela.

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