LA COSTURERA LUCY TATTLER | SEDE DE WOLFRAM & HART
MEDIODÍA
Llevaba tanto tiempo esperando en mitad de aquella sala, que temía que empezaran a darme monedas creyendo que era un mimo. Me dolían los brazos y ya debía tener unas ampollas en los pies como para no volver a caminar en la vida, pero tenía que entregar los trajes ese mismo día, me lo habían pedido sutilmente.
Observé cómo la gente se afanaba a teclear en sus cubículos y los que tenían más suerte, estaban su despacho haciendo exactamente lo mismo, como si fueran autómatas. Nadie me escuchaba cuando tosía o intentaba entablar conversación y si lo hacía, no se molestaba en responder. Generalmente, era el propio Señor Scott o John, como prefería que le llamasen, el que se encargaba de ir a recoger los trajes en persona, porque le gustaba asegurarse de que todo estuviera rematado a la perfección (poniendo en dudas mis habilidades con la máquina de coser sin disimulo), pero en los últimos tiempos había tratado más con sus secretarias (aunque parecían becarias), con una de ellas por teléfono y, con la otra, la morena curvilínea, en persona. No iba a ser yo la que pusiese en duda las aptitudes de ninguna de las dos, pero la primera de ellas se había ido de vacaciones indefinidas y la otra ni siquiera estaba en su puesto de trabajo la mayoría de las veces.
Hacía un par de horas que debería haber abierto el taller y, vale que era mi propia jefa y que nadie me iba a echar la bronca, pero tendría que aguantar igualmente a todas las clientas habituales quejarse de que «pasaron a una hora y no estaba abierto», además de que tomar medidas o probar ropa después de haber comido no es lo más recomendable si quieres seguir manteniendo la autoestima alta.
Cansada de esperar, decidí probar suerte tocando a la puerta de varios despachos, pero de todos me echaron prácticamente a patadas alegando que lo que estaban haciendo era mucho más importante que recoger unos puñeteros trajes. Estuve a punto de enfadarme, porque mis pobres dedos podían dar fe de que coser es mucho más complicado que mirar fijamente a la pantalla y darle a un par de teclas, pero lo dejé pasar porque con esas bocas de malhablados no iban a llegar muy lejos.
Ya sólo me quedaba el último despacho, en el que había una placada en la que aparecía el nombre de un tal «Edward Maclay» que parecía bastante joven, a pesar de la espesa barba que le cubría la cara, a juzgar por lo que se veía a través de los cristales (que observé antes de entrar por si acaso iba a decirme también lo de los puñeteros trajes). Toqué con los nudillos de la mano derecha, porque con la izquierda estaba sujetando los trajes y esperé. – [Ed] Sí, adelante[/Ed].- Escuché después de unos interminables segundos.
Intenté girar el pomo con la mano derecha, pero fui incapaz, así que cambié los trajes de brazo y abrí la puerta. Frente a mí se extendía un despacho en el que cabían de mala manera unas cuantas estanterías, un sofá de piel y al fondo, la mesa en la que estaba el Señor Maclay y dos sillas, una para él y otra para el cliente, aunque lo que más me llamó la atención de la estancia fue el enorme ventanal por el que se veía el cielo azul. Al ver que entraba, dejó encima de la mesa, ligeramente orientada hacia mi posición, una fotografía en la que había un niño y tres niñas de edades comprendidas entre los seis y los diez años, que deduje que no eran suyos, porque a) parecía demasiado joven para ser padre de familia numerosa y b) la ropa que llevaban indicaba que la foto había sido tomada en la década de los noventa.
– [Lucy]¡Hola![/Lucy]- Saludé con entusiasmo y él levantó la vista. Sus ojos se cruzaron con los míos una milésima de segundo, pero por alguna razón, me transmitió una infinita pena. Nadie debería estar así de triste.- [Lucy]Es que nadie me hace caso y…estos trajes son del Señor Scott[/Lucy].- Rectifiqué el tono de voz y giré la cabeza en dirección a ellos.
Se afanó en seguir leyendo los papeles que tenía sobre la mesa y, distraídamente, me respondió.- [Ed] Ah, déjalos… por aquí[/Ed].- Señaló al sofá de piel y no los dejé. Si pensaba que me iba a ir de allí sin el dinero, se había equivocado de costurera.- [Ed] ¿Necesitas ayuda?[/Ed]- Preguntó al ver que no me había movido de mi posición.
– [Lucy]Pues necesitaría que alguien se los quedase y…[/Lucy]- Empecé a decir y luego, disimulé una tos.- [Lucy]Mepagara[/Lucy].- Rematé rápidamente.
El chico apartó la vista de los papeles y miró en dirección a los pantalones. Me fijé en que su traje necesitaba urgentemente un repuesto si no quería que un día se le hiciese jirones. Estuve a punto de tenderle mi tarjeta, porque además de costurera tenía nociones de sastrería, pero decidí no inmiscuirme. Ese traje y esa mirada tan triste no me daban buena espina.- [Ed] Pues…[/Ed]- Se miró los bolsillos.- [Ed] ¿Aceptas cheques?[/Ed]
Alcé mucho las cejas. No sabía que un abogado pudiera firmar cheques a nombre de la empresa así como así.- [Lucy]Son para el Señor Scott…[/Lucy]- Maticé y al ver que no se inmutó, suspiré.- [Lucy]Todo era más fácil cuando estaba la secretaria aquella…Ka…¿Katherine?
[/Lucy]- Nunca nos habíamos visto, pero había tratado con ella por teléfono y no había tenido problemas con los pagos.
Al escucharme decir esos nombres, palideció.- [Ed] Kaylee…[/Ed]- Matizó con dificultad. No sabría decirlo con seguridad, pero juraría que se le humedecieron los ojos. A lo mejor tenían un rollo y ella se había fugado con sus cuatro hijos con ropa pasada de moda. Sea como sea, recuperó la compostura. – [Ed] No pasa nada soy… su hijo. ¿A nombre de quién lo pongo?[/Ed]
Al escucharle decir eso, comprendí que pudiera firmar cheques, pero en la placa que había sobre su escritorio podía leerse «Edward Maclay», no «Edward Scott». -[Lucy]¿Si eres su hijo por qué en esa placa pone «Maclay»?[/Lucy]- No era la primera vez que intentaban timarme, ni sería la última.
– [Ed] Decidí dejarme el apellido de mi madre[/Ed].- Contestó simplificando. No era ninguna especialista en psicología, pero eso sólo significaba que la relación con su padre no era especialmente buena. Aún así, si no se llevaba bien con él, ¿qué hacía allí?
Al final, cedí porque no iba a conseguir más explicaciones de las que me habían dado y empezaba a tener hambre.- [Lucy]Lucy, ponlo a nombre de Lucy Tattler[/Lucy].- Dejé caer los cinco trajes de chaqueta sobre el sofá y noté cómo mi brazo pedía a gritos un masaje.
Caminé en dirección a la mesa, para asegurarme de que estuviera escribiendo el cheque y me percaté de que era zurdo, como yo. No pude evitar sonreír y eso que era una tontería.- [Ed] Lucy Tattler[/Ed]- Murmuró escribiendo. – [Ed] ¿Cantidad?[/Ed]
Me senté en la silla y entrelacé los dedos.- [Lucy]Setecientos cincuenta mil dólares[/Lucy].-Bromeé y él levantó la vista. En su boca se reflejó una sonrisa que no ascendió hasta sus ojos. Seguramente sólo estaba intentando mostrarse educado.- [Ed] Vaya, sí que tienes que usar hilos de oro, pero creo que le voy a quitar unos cuantos ceros a esa cifra[/Ed].- Asentí y él me tendió el cheque, que guardé rápidamente en el bolso. No es que con $75 fuese a hacerme millonaria, pero había unas cuantas telas que me merecía.
Al ver que ya no tenía nada más que hacer por allí, me puse en pie, alisando la falda del vestido. – [Lucy]Un placer hacer negocios con usted, Señor Maclay[/Lucy].- Extendí la mano.
– [Ed] Edward, por favor[/Ed].- Su mano rozó la mía y durante una milésima de segundo, noté cómo una descarga de electricidad me recorrió la espina dorsal, pero la achaqué a que llevaba mucho tiempo soltera y él tenías las manos suaves y calentitas.
Las susodichas volvieron a sus posiciones habituales y me di la vuelta, dejando que mi olor a colonia se extendiese por la estancia. Lo sé porque vi a Edward abrir un poco las fosas nasales. – [Lucy]¿Volveremos a vernos?[/Lucy]- Pregunté colocándome bien la chaqueta que llevaba sobre los hombros.
– [Ed] Posiblemente, parece que ahora soy yo el encargado de las facturas[/Ed].- Esbozó una sonrisa tímida y cerré la puerta después de despedirme con un gesto de la mano.
Una vez estuve fuera, me puse las gafas de sol y salí del edificio como si fuera una estrella del Hollywood de la época dorada.
Flirtear, aunque fuese disimuladamente y sin ninguna intención, siempre era divertido.
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