Rebecca – Biblioteca
Noche
Estaba como una vaca y todavía me quedaban unos meses para dar a luz. No sabía cómo podíamos haber llegado a esta situación. Bueno, sí lo sabía, pero no me explicaba qué narices podía haber fallado, porque yo era de las que tenía una agenda en la que apuntaba cuándo me tenía que venir la regla, no me fastidies.
Encima eran mellizos. Mellizos. Dos. Dos bebés. Olé la puntería del puñetero Dominic Williams, que había provocado que tuviera que comprarme ropa de premamá cuando odiaba gastar dinero en cosas que no fueran libros.
Recuerdo cuando llamé a mi tío Jaime llorando como una Magdalena porque habían salido dos rayas en el test de embarazo y os juro que estuve a punto de asesinar a mi chico. Mi tío se echó a reír y no era para menos: Dom iba a ser padre. Dom iba a ser padre de mis hijos. JAJAJA. No, en serio, parecía un chiste sin ninguna gracia. Dom no podía ser padre, porque era el típico macarra que te acostabas con él y luego no te llamaba. ¿No eran así todas las historias que nos contaban a las chicas cuando teníamos quince años? ¿Por qué mi macarra no se había ido por dónde había venido? ¿Por qué había resultado ser un buen tipo, que me quería, me cuidaba y que estaba deseando abrazarme en el sofá cuando veíamos una película en Netflix?
Joder, si habíamos empezado a lo tonto en Escocia, porque estaba bastante bueno y apostamos que no se acercaría a aquellas dos chicas que ni siquiera recuerdo. No me digáis que no parece una trama de «Grey’s Anatomy», pero encima de las malas. La cuestión es que cumplió su parte del trato, empezamos a salir, nos fuimos a vivir juntos y ¡SORPRESA! dos rayitas en el test de embarazo que habíamos comprado en la farmacia más cercana. Éramos un poco como Víctor y Valeria, Anastasia y Christian, vamos, los típicos de los libros que leía Mia y que luego me pasaba asegurando que me iban-a-encantar.
No nos iba mal en nuestro apartamento diminuto, porque Dom se encargaba de las tareas domésticas y yo de pedir la cena por Just Eat. Pero eso era antes de las dos rayitas, porque en cuanto salieron, a los pocos días empezaron las pruebas, que se sucedían una detrás de otra sin pausa. Lo peor era que él había tenido que intensificar el uso de su poder, porque no queríamos que mis médicos acabaran mal y eso le provocaba dolores de cabeza en la parte de la nuca, que hacían que estuviera agotado. Si a eso le sumabas que con los embarazos múltiples todo era más complicado, porque siempre había amenaza de perder a alguno de los embriones, no estábamos pasando el mejor momento de nuestras vidas.
En medio de aquel caos de pruebas y mudanza, nos dimos cuenta de lo solos que estábamos cuando empaquetamos las cosas para irnos a la que había sido la casa de Christopher, porque literalmente no íbamos a caber en el apartamento y, además de nuestros amigos, solo nos acompañó Jess. No había padres ni suegros a los que invitar a una cena incómoda, ni siquiera pudo venir Arthur, que cada vez tenía más años y menos ganas. Nuestros hijos no iban a tener abuelos con los que pasear, ni que les comprasen gominolas a escondidas y eso hacía que tuviese ganas de llorar bastante a menudo. Ser madre me estaba haciendo echar de menos a la mía.
Por si fuera poco, Dom se había empeñado en que nos casáramos antes de que nacieran los bebés y eso me sacaba de mis casillas. Nunca había tenido a mi novio por una persona especialmente conservadora, pero últimamente parecía un disco rayado. Vale que había accedido a casarme con él, pero eso no implicaba que tuviera que ser ahora mismo. Además, era muy difícil explicarle que no me apetecía pasar por el estrés de organizar una boda con un embarazo de mellizos y una barriga que me iba a impedir lucir el vestido de mis sueños, pero su respuesta era siempre «estás preciosa» y mis ganas de asesinarle continuaban aumentando.
Aún así, todo aquello parecía algo lejano. La batalla había estallado en plena ciudad y yo me había quedado en la biblioteca intentando no estorbar a Mara y a otros tantos, que hacían lo que podían para ayudar a los que necesitaban asistencia médica leve. Eché un vistazo a mi alrededor y sentí pena por aquella biblioteca que ahora tenía algunas estanterías apiladas para tener el mayor espacio posible para aquel hospital de campaña improvisado. Supongo que también tendría que haberme dado pena la gente, pero estaba tan harta, que la mala leche me impedía sentir la más mínima empatía. Así era yo en aquellos momentos: un barril de mala leche y hormonas.
Se podía decir que tenía un embarazo «bueno», porque tuve náuseas los primeros meses que remitieron con la medicación y en esos momentos solo tenía un hambre voraz, que hacían que quisiera atracar la primera pastelería que encontrase. Asimismo, a todo el mundo le había dado por decir que estaba «preciosa», porque todo el mundo sabe que cargar con dos fetos da super poderes en el tema de belleza.
Viendo que nadie me necesitaba, decidí sentarme en una silla a mirar el móvil compulsivamente, porque me dolía la cintura y empezaba a tener hambre, pero no quería pedir nada para no molestar. Solo esperaba que mi exagerada educación no me provocase una bajada de tensión y Mara tuviese que cargar conmigo. Suspiré con nostalgia al ver el fondo de pantalla que era una foto nuestra un fin de semana que nos fuimos a Las Vegas como regalo de cumpleaños para Dom.
Abrí la aplicación de mensajería y releí el mensaje por enésima vez acariciándome la barriga de forma distraída:
«Esto esta apunto de empezar. Ten cuidado. Te quiero. Ya compro el pan yo».
A cualquier otra persona le habría reenviado el mensaje corrigiéndole las faltas de ortografía, pero con él era más blanda.- [Mara]Te he traído una chocolatina de la máquina de fuera, porque tenías mala cara[/Mara].- comentó Mara tendiéndome un «Twix», que devoré sin la más mínima dignidad.- [Mara]¿Mejor?[/Mara]- preguntó trayéndome una silla para que pusiera los pies encima y luego, me dio una botella pequeña de agua.
– [Rebecca]Me duele la cintura, pero sobreviviré[/Rebecca].- forcé una sonrisa. El dolor de cintura se estaba transformando en una ciática de lo más desagradable. Maldito embarazo.- [Rebecca]Gracias[/Rebecca].- musité.
– [Mara]La próxima vez que necesites algo, no esperes a encontrarte mal[/Mara].- me pidió con su infinita paciencia. Si algo destacaba de Mara, era lo dulce que resultaba, a pesar de ser una mujer tremendamente fuerte.- [Mara]En nada, todo habrá terminado[/Mara].
– [Rebecca]¿Va a salir todo bien?[/Rebecca].- no reconocía a la chica frágil que le preguntaba a Mara si todo saldría bien con un hilo de voz. Llevaba mi vestido de premamá de rayas y mis deportivas blancas, pero no sonaba a mí.
– [Mara]Eso espero[/Mara].- acarició fugazmente una cruz ortodoxa que llevaba a modo de collar y me miró la frente.- [Mara]Has sudado en frío, seguramente porque te estaba bajando la tensión. Deberías descansar un poco y abrigarte[/Mara].- asentí y observé cómo se acercaba a los heridos que la necesitaban. Nuevamente, admiré la pureza de Mara y su infinita bondad, que estaba condensada en un cuerpo menudo que vestía con ropa sencilla, que ese día eran un vaquero y una camiseta negra.
Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás en la silla sin soltar el móvil. Al poco, Mara me tapó con una manta que no era nada agradable al tacto y que olía un poco a humedad, pero no me quejé, porque sabía que me estaba dando lo mejor que tenía.
Intenté dormir, pero no pude porque no estaba en mi cama y no escuchaba la respiración de Dom. No teníamos noticias de lo que estaba pasando fuera, porque todos los aparatos eléctricos habían dejado de funcionar, pero hacía horas que no llegaban heridos, lo que podía interpretarse como algo bueno.
Aún así, cada vez me dolían más la cintura y la pierna izquierda. La ciática me estaba matando y no podía volver a casa, así que empecé a llorar en silencio, porque temía por la vida del padre de mis hijos y él se había ido de cabeza a una batalla contra algo que no lograba entender.
La vida de los Moondies era muy dura y no sabía si sería capaz de acostumbrarme alguna vez a ella.
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