Robin – Grevolia
Mañana
Me llevé la mano a la sien e intenté aguantar la compostura. El dolor era punzante e iba acompañado de náuseas. Era similar al de una resaca. Por suerte, cesó pronto y miré a mi alrededor: estaba a las puertas de mi hogar. Me había acostumbrado a ignorar la devastación de Terra, porque una vez la atravesabas, llegabas a mi amada Grevolia. Reconocía a la perfección los bosques que lindaban con ella y la vasta pradera que predecía los muros del reino. Lo que para mucha gente no eran más que un puñado de ladrillos, para mí eran historia, familia y dedicación.
Tomé aire y avancé con paso decidido. Reparé en mi ropa, tan poco apropiada, tan…mundana. Llevaba una blusa de cuello bebé, un pantalón negro y una gabardina azul. ¿Era el atuendo apropiado para un miembro de la realeza? Desde luego que no, pero si algo había aprendido de mis parientes era que el cetro no hace a la reina.
Caminé con paso decidido, disfrutando del día soleado, aunque frío, que mi casa me regalaba. Y entonces, recordé que no debería estar aquí.
La Nave.
Otra punzada de dolor. Más leve, más rápida. ¿Qué me había llevado hasta Grevolia? Lo último que me venía a la mente era estar en la La Nave charlando con Ezra con un té calentito en las manos.
Ezra.
Cada recuerdo, dolía. ¿Por qué no estaba conmigo? Fruncí el ceño y seguí andando. Algo no encajaba. Pero lo peor llegó cuando estuve a las puertas de mi reino. Caí de rodillas incapaz de procesar lo que estaba pasando: mi castillo reducido a cenizas. De la ciudad en la que siempre era Navidad solo quedaban escombros. Mi reino estaba desolado, al igual que el resto de Terra. La guerra había llegado.
Empecé a llorar sin consuelo. Necesitaba a Ezra a mi lado para que me dijera que todo iba a ir bien. ¿En qué momento me había vuelto tan pusilánime? Negué con la cabeza y, como no estaba, tuve que sacar fuerzas de flaqueza y abrir la enorme puerta, que antes habría estado flanqueada por una infinidad de guardias. Esa puerta, que era la antesala de la belleza y la felicidad, ahora daba paso a los estragos de la guerra.
Por mucho que quisiera imaginarlo, no estaba preparada para lo que vi. El olor a cenizas y a muerte era insoportable. Tuve que taparme la nariz y la boca varias veces para contener las arcadas. No quedaba nada, solo humo, huesos y escombros.
Para recuperarme del espanto, paseé durante lo que parecieron siglos por los restos devastados de mi reino y el peso de la culpa se me hizo insoportable. Mi hogar había perecido por mi culpa. Sin mi magia, sin esa magia que todo lo podía, cayeron las barreras que protegían a mi gente y la guerra lo asoló todo.
La reina de los escombros.
De nuevo, ese dolor. No me molesté en utilizar la magia, porque sabía que no funcionaría. Algo dentro de mí lo tenía claro. Tan claro, como que estaba viva. Me dejé caer en el suelo y me hice un ovillo. Al final, lo que vivimos era en parte verdad y me había convertido en la reina de un puñado de escombros.
Tardé un rato en volver a reanudar la marcha y, en una de las paredes pude ver los restos de un cartel. Me acerqué temblando violentamente. El día ya no era tan agradable, maldita sea. En ese trozo de papel, vi mi cara y sobre ella, estaba escrito:
POR TU CULPA.
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