Moondale

UNA TURBA

Lexie – Mansión Fenris

Noche

Me levanté de la cama y desconecté la InfiniBand en la que estaba comentando con Noah un capítulo del enésimo revival de Sexo en Nueva York. Era maravilloso que, cada cierto número de años, las chicas volvieran. Vale que ahora eran un puñado de octogenarias y se parecía más a Las Chicas de Oro que a la serie original, pero esta temporada en Florida le estaba sentando a la serie como un soplo de aire fresco.

Tras elegir un mono de color champán y unos tacones rojos, me maquillé y me hice unas ondas que caían con gracia sobre mi espalda. Bajé la enorme escalera de caracol y me encontré con la fiesta, que era el típico híbrido entre Scott Fitzgerald y el Carnaval de Venecia. Vamos, una fiesta de ricos de manual. La decoración temática, aunque escasa, le daba a la mansión Fenris un aspecto aún más acojonante que el que tenía de por sí.

El hall estaba hasta la bandera y me percaté de que la música estaba a un volumen demasiado bajo, aunque en ese momento no estaba centrada en eso. Obviamente, me jodía no saber qué éxito de Lola Índigo debía estar sonando, pero continué avanzando sin perder un ápice de poderío. Lo malo vino después, porque en los carnavales de Venecia hay máscaras y me quedé paralizada al verlas. Putas máscaras. Me di la vuelta y subí a mi habitación como pude. Una cosa es que me dieran mal rollo y otra, quedarme sin lucir una.

Me dio por saco subir las escaleras y me enfadé aún más cuando no fui capaz de dar con una en todos los cajones del vestidor, pero eso no me echó para atrás y volví a bajar. ¿Por qué estaba la música tan baja? Me pregunté una vez más. No era capaz de distinguir la melodía. Me hice paso entre la multitud, cuyas voces parecían poco menos que un eco lejano. Era incapaz de entender nada. Las máscaras miraban en mi dirección y parecía que querían hablarme. ¿Por qué no entendía nada?

Me llevé la mano al oído derecho y vi que no llevaba ningún audífono. Bueno, eso explicaba muchas cosas. Por suerte, con el paso de los años me había acostumbrado a estar sorda como un tajo. Cuando era pequeña, me dolía no apreciar los sonidos como el resto de la gente. Por suerte, aprendí que por mucho que lloraras y mucha pasta que tuvieran tus padres (créeme, los míos la tenían a montones) había cosas que las que tenías que convivir. Mi sordera y el cáncer de próstata (ya superado) de mi padre nos pusieron en perspectiva. Al cáncer y a la discapacidad les importa una mierda cuántos millones tengas en el banco.

Tomé aire e intenté esquivar las máscaras. Putos picos. Condenadas máscaras. Vi  que tenía el vello de punta. Tras la pandemia de la Covid-19, estuvimos unos años cargando con el peso de las mascarillas. La gente se creía que tenían un superpoder que impedía que te contagiaras. La estupidez humana, una vez más, no tiene límites. Parecía que si no te quitabas la mascarilla ni para cagar, no te ibas a morir nunca. En el cole estudiamos muchas veces que la Crisis de los Plásticos de 2025, en parte, fue espoleada por el abuso de las mascarillas de los cojones. No sé si habéis visto el capítulo ese de Futurama (¿qué soy ahora, una boomer?) en el que Fry propone crear una bola de basura gigante para combatir otra y se ponen a tirar mierda a suelo como en el siglo XX. Pues perdonadme que os diga, pero la peña del 2020 con las mascarillas estaba aún más jamada que todos los cerdos de los 90.

Y claro, cuando eres la hija del Amancio Ortega de la construcción y estás sorda como un tronco, pues chupas hospitales como una idiota. Creo que debieron verme en todos los de este mundo y porque aún no los había en Marte, que sino, allá que hubiera ido. La cuestión es que por aquel entonces, se usaban las mascarillas de marras y se me quedó grabada la imagen del personal sanitario con las FFP2 de color negro que parecían picos de pájaro.

Así pues, cuando me vi rodeada de picos, empecé a temblar. De por sí, estar sorda no me hacía gracia, porque perder un sentido no es divertido. ¿El problema? En situaciones de ansiedad me rallaba con ello, el acúfeno se hacía más presente y no escuchaba una mierda. Ni por el bueno, ni por el malo.

Empecé a perder los papeles más pronto que tarde y quise echar a correr en dirección a mi habitación. Estaba tan nerviosa que temblaba con violencia. La gente no me dejaba salir. Cada vez se agolpaban más contra mí. Quería salir, escapar de allí y no me dejaban. No oía nada. No podía huir.

¿Iba a morir aplastada por una turba en mi propia casa? Qué asco de vida…

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