Moondale

VIVIENDO DE VERDAD

Vera – Artisan

Mañana

Cuando eres pequeña, tienes que aprender a perder. De nada sirve que juegues si no eres consciente de que a esta vida has venido a que se coman tus fichas, a vender tus hoteles por cuatro duros, a que la palabra correcta se te quede en la punta de la lengua, por muy injusto que te parezca. Desde bien pronto, descubres que hay un montón de niñas más altas que tú, más listas que tú, más guapas que tú. Nunca nada es suficiente. Si sacas un nueve en un examen, una compañera, esa que se sienta tres pupitres más allá, tiene un diez y si siempre sacas dieces, un día malo sacas un nueve y alguien se convierte en la «Nueva Persona Más Lista».

Quizás a ti no te pasó. A lo mejor esto que te cuento te parece el soniquete del violín más pequeño del mundo. Mi verdad es esta, si no te gusta, pasa a los post de Elle que para eso es la protagonista. A lo que iba: Aprendí pronto a perder. A tener poco valor, a no importarle mucho a nadie. Quizás es algo que venía conmigo desde que nací, la tercera de tres hermanas, hija de dos de los Daë más memorables (¿Quién no adoraba a MacLeod y a Diana? Que levante la mano quién no se imaginó su primer beso a ritmo de Brian Adams?); hermana de una licántropa nacida y de una bruja tan guapa que te podía petrificar con la mirada como la Gorgona. Pero no es solo eso, Amy también era rebelde, carismática, magnética. Y Kaylee era la persona más inteligente de la habitación, siempre incisiva, siempre preparada para hacer un comentario que te dejase desarmada.

Supongo que por eso la apatía me pilló desprevenida. Ese sentimiento era un viejo amigo, ese con el que salías de fiesta de adolescente que parecía más guay que tú, aunque no lo era. Él solo bebía más, reía más alto, hacía comentarios de viva voz buscando con la mirada el aplauso fácil, con el que escondía su inseguridad. Ese amigo que creías que no se acordaba de ti, ni tú de él, pero que te lo encontraste casi de casualidad mientras ibas a hacer un recado y cuando quisiste darte cuenta te estaba llamando porque te echaba más de menos que tú a él.

La apatía, como iba diciendo, entró por la puerta de mi vida de una manera sibilina. Como esa vecina cotilla que te llama para contarte sus penas y crees que no te importa lo que opine de ti. Jamie y yo estábamos en Artisan, en los terrenos de su padre. No recordaba por qué habíamos vuelto por más que intentara encontrar las razones. No era mi vida soñada, ese mundo era entre horrible y demencial y esos pequeños detalles que comenzaron siendo una molestia leve, fueron calando hondo. Me acostumbré, como a todo. Resiliencia, que le dice mi padre. Desayunábamos, trabajábamos, comíamos, trabajábamos, cenábamos, me quedaba frita intentando encontrar una salida. Repeat ad infinitum. La casa era un asco, el mundo era un asco, yo era un asco. Adoraba a Jamie, la quería tanto que me temblaban las piernas. El problema es que es difícil querer a alguien cuando llega un punto en el que no te quieres ni tú.

Jamie se fue un día, no la culpo. Se cansó de escuchar mis quejas. De mi dolor de manos constante por una tía que no nos iba ni nos venía. «Maldita Laura, desagradecida de mierda».- murmuraba cada vez que algo no me salía bien. Mi Jamie, mi preciosa Jamie, se hartó de mí. Nunca tenía ganas de nada, me dolía todo, incluso lo imaginario. Echaba de menos a Amy, que se hizo loba porque jamás había sido humana del todo y a Kaylee, que murió porque no se puede ser la persona más valiente de la habitación. Si puedes ser algo, nunca seas Gryffindor. Palabrita de MacLeod.

Me pasaba el día en la cama mirando al techo. No quería leer, casi no comía, ni tampoco me duchaba. Total, para qué, si nadie me quería, si no era más que una mota de polvo en un universo infinito. Lo mejor que podía pasarme es que la Parca me llevara, pero por lo que se ve, tenía otros planes.

Empecé a escribir un diario que se llenó de páginas en blanco, de días que no eran nada más que una línea  («sigo viva»). Cada día, leía cuántas había desperdiciado, cuánto había perdido, hasta que me cansé. No vino mi padre a darme una lección, no se aparecieron los fantasmas de mis hermanas, mi madre no me envió un grito espacio-temporal en el que se cagaba en mis muelas. Simplemente, pensé en mi abuela, en cómo el cáncer se la llevó cuando a mí se me antojaba demasiado pronto. En cómo la muerte nos iguala. Le importa tres leches que seas buena o mala. La gente buena no se muere con cien años y a la mala le da un pampurrio con cuarenta y nueve. Puedes salir un día a la calle y que te caiga la tapa del váter de una estación espacial o un ladrillo. Puedes montarte en un coche y que sea la última vez o que un día te encuentres un trocito de muerte en forma de bulto en una teta. La cuestión es que la vida es un diario y si lo llenas de páginas en blanco, el día que te pase, será más mierda que si has conseguido que esté lleno de letras, de personas, de lugares y de risas.

Supongo que lo que digo es una cosa muy Mr. Wonderful y puede que te esté dando una úlcera. Pero un día me cansé de páginas en blanco, salí de la cama y arrastré los pies hasta la puerta. Ese pequeño gesto, me costó una barbaridad y lo sentí como un triunfo. Después, tomé aire, agarré el pomo y giré.

Cuando abrí la puerta, una luz blanca me cegó. Lo bueno, es que esta vez no tuve miedo, porque estaba viviendo de verdad.

She’s got a smile that it seems to me
Reminds me of childhood memories
Where everything was as fresh as the bright blue sky
Now and then when I see her face
She takes me away to that special place
And if I stared too long
I’d probably break down and cry

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