Elizabeth Echolls | De camino a la Nave
TARDE
Lo único que no me gustaba de conducir, era tener que usar gafas en público. Me hacían sentir vieja y fea, en parte porque en mi generación, el que llevaba gafas era un cuatro-ojos, cosa que que (por suerte), no compartían las generaciones actuales. Y claro, al decir «mi generación» estaba evidenciando que me hacía mayor a pasos agigantados y ahora, encima, iba a ser abuela. No penséis que no me alegraba la idea de tener a mi nieta entre los brazos, pero cada vez que me imaginaba la palabra «abuela», veía a una señora con moño y pelo canoso, no a una mujer que estaba a punto de casarse y que todavía tenía unas piernas lo bastante bonitas como para poder utilizar una minifalda.
Aún así, la pena por haber perdido a mi hija había dejado una huella que jamás se me olvidaría y eso, se notaba en mi cara, en mi alma y en mi sonrisa. «Elizabeth, no eres la de antes» me decía Delly cuando, mientras estaba en Escocia, iba por las tardes a su casa a tomar café «Mira que vamos a ser abuelas y tienes que animarte» , repetía y a pesar de que sabía que lo hacía con la mejor de las intenciones, no podía evitar sentirme un poco molesta. Sí, su hijo Paul se había marchado y no llamaba nunca, pero al menos, estaba vivo. No digo que fuera fácil, pero era más sencillo. El enfado es llevadero, la pena no.