[b][Maximilien|| Su casa][/b][/align]

El vaso de cristal estaba literalmente vacío, y mis dedos parecían aburrirse, dado que no lo soltaban en absoluto. Con la mano libre, me apreté los ojos, intentando liberar una frustración que venía carcomiéndome desde horas atrás. Maldita Alice, si no hubiese aparecido anoche, no estaría con una calentura continua esta mañana. Me levanté del sofá hacia la barra, agarré la botella de cristal y rellené mi vaso con escocés puro de anda a saber de que año. Observé mi inexistente rostro en el líquido ámbar, agradeciendo no poder verme; no estaba de humor para saber si me veía fatal. Que de seguro estaba viéndome fatal. Me bebí el escocés de un solo trago, disfrutando ese ardor bajar por mi garganta.
Seguía teniendo sed, pero no de bebidas añejas del Reino Unido. Era esa sed que llamaba al cazador que vivía debajo de mi piel cada día desde hace doscientos años. Y mi comida me esperaba en una habitación, bastante cuidada. Dejé el vaso en la barra, crují los huesos de mi espalda y cuello, preparándome para un desayuno de unos veinte años, rubia y ojos verdes. Delicioso.
La chica en cuestión estaba acurrucada y temblando en la esquina de la habitación, sollozando compulsivamente y abrazando sus piernas. Se acurrucó más al percibir mi entrada en el lugar. Me sonreí, acercándome hacia ella, a una distancia no mayor de cincuenta centímetros, lo suficiente para no atacarla así como así (que tengo modales a la hora de comer) y para intimidarla un poco más. Me acuclillé, sin dejar de mirarla; piel pálida, cubierta de pecas, cabellos rubios, una mezcla entre platino y dorado y ojos enrojecidos que resaltaban más ese verde aguamarina. Seguramente tenía ascendencia sueca u holandesa o alemana, ¿quien sabe?.
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