Moondale

CAPÍTULO V: LA ELEGIDA

elegida

PASILLOS DE LA UCM, MOONDALE

MAÑANA

 

 

[dropcap]L[/dropcap]a estudiante de primer año caminaba por los pasillos de la Universidad, familiarizándose con el entorno mientras oteaba con esperanza el horizonte, anhelando ver algún rostro familiar, que en ese momento y lugar se limitaban a su hermana y a su mejor amigo desde la infancia.

Hubo un tiempo en el que no era así, en el que la gente la conocía y la saludaba, pero la mayor parte de esa gente había olvidado ya a la niña que había ido con ellos al colegio hasta que sus padres se divorciaron. Le entristecía que las cosas fuesen así, ser la nueva en un lugar que había sido su hogar durante mucho tiempo, pero tenía otras preocupaciones, otros demonios. Nunca mejor dicho.

La muchacha era joven. Acababa de cumplir años hacía poco más de un mes, aunque los celebró por adelantado con una mala noticia. Tenía el pelo rubio y ondulado, cayendo sobre sus hombros con una gracia que podía observarse también en su hermana mayor. Sus ojos eran de color azul grisáceo, como el cielo en un día de tormenta. Era menuda de cuerpo y bastante bajita, más que sus dos hermanas. Al verla, nadie habría dicho que era capaz de doblar una barra de metal con sus manos desnudas, ni siquiera ella misma. Pero eso era parte de su problema.

Su nombre era Sarah Echolls y había nacido en una familia de hechiceras por rama materna. Su abuela, Hilda, lo era, su madre, Elizabeth, lo era, sus hermanas Diana y Kaylee también, aunque donde una lo adoraba como si fuera parte de ella, la otra lo rechazaba como si no existiese. El único que no la soportaba era su padre, que la había detestado y que debía seguir haciéndolo en la ciudad de Europa en la que se encontrase en ese momento. Incluso el mejor amigo de las hermanas, Edward MacLay, era un hechicero. Solo faltaba ella, parecía una combinación perfecta, algo lógico, algo justo. Pero la vida a veces no es ni lo uno ni lo otro.

Por mucho que lo intentó, nunca consiguió nada. Diana siempre la animaba, le decía que era cuestión de tiempo. Intentaba enseñarle cosas sencillas a escondidas de su padre, la llevaba a practicar con ella y con Ed, pero nunca funcionó nada. Pese a todo, mantenía la esperanza de que quizá fuese algo que apareciese en la pubertad, como había aparecido el otro don de Diana, mucho más inusual, las visiones.

Al menos parecía que eran algo inusual, porque Sarah había experimentado alguna vez algo parecido, aunque no despierta, ni, por cómo lo describía su hermana, igual de nítido. Poco antes de su último cumpleaños, se despertó una noche tras una vívida pesadilla en la que el vacío parecía devorarlo todo. Nunca había sentido nada parecido. Lo habló con su madre y con Diana, porque una de las ventajas de que su padre se hubiese ido hacía años era que podían hablar de «cosas sobrenaturales» con libertad.

No le gustaba confiar en algo de lo que no podía estar segura, prefería prepararse para las malas noticias para no llevarse una decepción más tarde, al menos eso le había enseñado la vida. Evitó crearse falsas esperanzas, pero los paralelismos con la habilidad de Diana parecían tan evidentes que resultaba difícil no guardarse un pequeño resquicio del último espíritu de Pandora.

Pero al final en la caja de Sarah no quedó nada, al menos respecto a la magia. Empezó a darse cuenta de pequeños cambios. Cuando hablaba de cambios no se refería a que de pronto un día vio como empezaba a sangrar, por traumático que hubiese sido entonces pensar que se desangraba, ni tampoco a tener que empezar a recorrer tiendas con su hermana para encontrar un sujetador que le sirviese mientras ésta se quejaba de que su hermana pequeña tuviese un pecho más voluptuoso que el suyo. No, eran otro tipo de cambios.

Empezaron muy poco a poco: más fuerza, más resistencia, más rapidez y más agilidad. Sus sentidos parecían funcionar mejor, incluso algunos que desconocía, como sus reflejos, que a veces parecían funcionar por delante de ella.

También estaba la percepción, un sentido más allá de los sentidos, que al principio fue lo que más la aterró. Donde el resto de cambios empezaron poco a poco, ese impactó sobre ella como una apisonadora. Caminaba por la calle y veía extrañas sombras sobre la gente que se cruzaba, incluso en su propia casa. Parecía que iba a peor, que terminaría volviéndose loca.

Llegó a pensar que lo estaba, hasta que apareció su primer Vigilante. Estaba sola, tratando de despejar su mente en un banco cerca de Punta Ónice, una preciosa playa de arena negra de Merelia, cuando sintió a alguien acercarse. Se giró para ver a un hombre que rondaba los cincuenta, cuyas canas podían apreciarse en su bigote y en el poco pelo que le quedaba en las patillas y la parte trasera de la cabeza. Llevaba un traje formal, algo que le llamó la atención teniendo en cuenta que estaban al lado de la playa.

Su instinto de supervivencia le llevaba a desconfiar de un hombre que se acercaba así. Por eso mismo cuando se dirigió a ella llamándola Cazadora lo primero que pensó fue en si sus cambios le permitirían irse de allí antes de que le hiciese algo. Pero continuó hablando, describiendo lo que le ocurría y diciendo que podía ayudarla a entenderlo. Escuchó, porque estaba asustada y no quería creer que estaba perdiendo la cabeza.

En el rato que estuvo hablando aprendió que ella era una Cazadora, la última de una raza de seres sobrenaturales destinados a mantener a raya a las fuerzas de la oscuridad. Supo que el ‘Legado‘ se heredaba tras la muerte de la anterior Cazadora, de forma que siempre había una. Sin conocerla, sintió pena por la que había muerto haciendo que ella recibiese el ‘Legado‘. Hasta que no conociese a su segunda Vigilante no sabría que esa regla se había roto una vez y casi había terminado en una tragedia, con un gran número de Cazadoras Potenciales muertas, ni que ella era la primera después de que todo eso ocurriera.

El hombre, que se llamaba Lester, no le dio muchas más explicaciones. En lugar de eso sacó un libro con aspecto bastante ajado y recitó una serie de palabras en latín. Sarah empezó a sentirse extraña, como si una llama resplandeciese en su interior, dándole luz y calor pero quemándola a la vez. Cuando la sensación se calmó comenzó a darse cuenta de que su sentido para lo sobrenatural, como había definido Lester a las sombras que sentía en algunas personas, se había calmado. Lo llamó ‘La Llamada‘, y fue una de las últimas cosas que aprendió ese día.

Se alejó de la playa con Lester, confiando en que podría seguir ayudándola. El Vigilante la llevó hasta un viejo bar de moteros situado en el aparcamiento de una de las playas, un lugar con aspecto siniestro al que nunca se habría acercado por voluntad propia. Allí, le contó que había todo tipo de seres sobrenaturales y que estaba a punto de ver algunos.

No estaba preparada para lo que ocurrió entonces. Lester sacó una especie de vial de un bolsillo y lo lanzó atravesando una de las ventanas. Los moteros empezaron a salir, vestidos con sus chalecos de cuero de los Tornados de Merelia Este. Se quedó paralizada durante un instante al ver que sus rostros no eran para nada humanos. Tenían un tono grisáceo, como el cemento, y sobresalían de él picos, formando diferentes patrones en cada uno.

Algunos de ellos se tapaban el rostro del que salía un humo verdoso. Cuando uno de ellos apartó las manos y miró hacia donde se encontraban, Sarah vio que su rostro inhumano estaba quemado como si le hubiese caído ácido encima, que es lo que debía ser para ellos lo que contuviese el vial que Lester les había lanzado. Los «moteros demonio» señalaron hacia donde ella se encontraba y echaron a correr con una mirada enfurecida, fuera de sí. Buscó a Lester a su lado esperando que supiese qué hacer, pero no le encontró. Se giró y miró por todas partes, pero ya no estaba, la había dejado sola. Paralizada por el miedo, no tardaron en rodearla.

Al verla mejor, algunos de ellos empezaron a sonreír. Recordaba perfectamente como había visto a uno de ellos recorrer con una lengua de color verde oscuro unos dientes aserrados, como los de un tiburón.

Te has perdido en mal barrio, niña. —dijo uno de ellos, con una barba oscura sobre  su quemado rostro. — Nos has hecho daño y ahora vamos a hacértelo a ti…muy despacio. —rio mostrando sus afilados dientes.

Antes de que pudiese hacer nada, el que acababa de hablar le propinó un fuerte manotazo que la tiró al suelo. La cabeza le daba vueltas y sentía un sabor metálico en la boca, pero intentó huir arrastrándose. Tiraron de sus piernas e intentó zafarse sin suerte. Veía borroso. Le dieron la vuelta para colocarla boca arriba y sintió la mano de uno de ellos ceñirse sobre su cuello y levantarla sin esfuerzo. Sintió como perdía el conocimiento y todo se volvió negro.

Cuando despertó, todos estaban muertos a su alrededor, sin ninguna excepción. No se detuvo a comprobar qué les había pasado, simplemente echó a correr y no miró atrás. Apenas recordaba nada del camino hasta casa, solo que se metió en la cama sin contárselo a nadie y lloró en silencio. Siempre recordaría el miedo cuando sintió que perdía el conocimiento, la impotencia de saber que estaría en las manos de esos monstruos.

A la mañana siguiente se despertó con un labio partido y un moratón en el pómulo y el ojo derechos, tenues para el golpe que había recibido, pero no tardaría en darse cuenta de que curarse rápido era parte de su constitución de Cazadora. Con alivio comprobó que eso era lo único que le habían hecho, aunque lloró de nuevo mientras se duchaba pensando en lo que podría haber pasado.

Volvió a la realidad del pasillo de la Universidad con ojos empañados, pero se forzó a serenarse, no quería empezar las clases así, quería hacer todo lo posible por huir de esa broma que el destino tenía guardada para ella.

Sobra decir que Lester no volvió a aparecer en su vida. Según la siguiente Vigilante que la localizó en Merelia, Lester había sido despedido y repudiado por haberla puesto en peligro. Ella tampoco duró mucho en su vida, aunque el suficiente como para asustarla respecto a su destino.

Después de aquellas experiencias, Sarah quería tener poco que ver con la lucha contra la oscuridad. Solo quería una vida normal. No era mucho pedir después de lo que le habían negado.

Así que intentó volver a los miedos normales de una chica de su edad: empezar las clases con buen pie, hacer amigos, sacar buenas notas y rodearse de gente que la hiciese sentir cómoda en un lugar tan extraño.

Delante de ella, caminando con la cabeza gacha y unos auriculares en las orejas, distinguió a un muchacho alto y desgarbado con una bandolera colgada del hombro, su amigo Ed. Apuró el paso para alcanzarle y cuando le vio sonreír al verla, mientras se quitaba los auriculares, se sintió un poco más segura.