Moondale

CULPA E IMPOTENCIA

Sarah Echolls | Subterraneo tres

sarahcelda2

– [b]¿Hola? Sí, sí que hay alguien: Soy Sarah Echolls y[/b]…-La emoción que brotaba de mis palabras casi me impedía seguir hablando.- [b]¿Quién eres? ¿Cuánto tiempo llevas aquí? Por favor, háblame, cuéntame lo que sea pero no te quedes callada…[/b]

De nuevo, nadie me respondió. Me sentía completamente sola y estaba convencida de que había comenzado a perder el juicio. ¿Por qué si no entonces iba a escuchar voces de alguien que después no me respondía? Bajé la cabeza, una vez más decepcionada y dolida conmigo misma por ser una ilusa. Después, me aparté de la rejilla y fui hasta la parte de atrás de la celda. Me negaba a ver cómo torturaban a ese pobre hombre, iba en contra de mis principios. Era de ese tipo de gente que no miraba cuando veía un accidente al otro lado de la carretera y que se negaba a ver el telediario no porque no me interesase lo que pasaba en el mundo, si no porque me parecía que en vez de informar, le daban imágenes morbosas a una sociedad cada vez más degenerada.

Apoyé la cabeza contra la pared y cerré los ojos mientras intentaba no concentrarme en los gritos que me parecía oír. Los gritos del chico al que estaban torturando mientras yo, la Elegida, no tenía las narices de acercarme al cristal y partirlo de una patada para ayudarle. Pero claro, como siempre tenía una excusa. Una excusa para no ser tan fuerte como todos esperaban. [i]¿Qué es esta vez, Sarah?[/i] Había estado demasiado tiempo huyendo de mi destino como para ahora poder rendirme por culpa de unas drogas que me ponían en la comida. Que ahí estaba el otro problema, si al menos tuviese la fuerza de voluntad suficiente como para comer sólo lo justo, pero no. Daba la sensación de que aquella papilla gris era mi nueva comida favorita. Parecía imbécil, no estaba segura de qué era lo que ganaba culpándome de todo lo que estaba sucediendo, pero no tenía nada mejor que hacer. La soledad y el encerramiento me estaban haciendo estragos.

Estaba adelgazando a pasos agigantados, incluso para mí, que siempre había sido diminuta, tanto como para ganarme el apodo cariñoso que Daniel me puso el pasado verano, [i]chiquitina[/i]. Así en español, bueno en realidad en “asturiano”. Según él lo aprendió en uno de sus muchos viajes. A mí me hacía gracia oírle decir eso y a él debió hacerle gracia verme reír a carcajadas porque no paró de decírmelo en todo el verano.

Pensar en Daniel me sirvió para desconectar de todo, incluso me olvidé por completo de la herida que tenía en la frente y aún me dolía, así que intenté pensar en mi familia, en la abuela Hilda que probablemente, cuando escapase y me reuniese con ellas–si es que lograba salir de allí, claro-, ya se habría casado con su decimoséptimo marido, por lo menos. Sonreí al pensar en eso. La [URL=http://i960.photobucket.com/albums/ae82/Whedonverso/Moondale/yayahilda.png]abuela[/URL] era, posiblemente, la bruja más poderosa que había conocido y eso era decir mucho. Además, era un caso extraño, pues no tenía reparos en reconocer que usaba sus poderes en beneficio propio, aunque la mayoría de las veces con escasos resultados porque era igual de despistada que Diana.

Todo aquello me reconfortaba, pero no duraba mucho porque siempre había algo que me interrumpía. Aquel día fue un ruido seco, como el de un disparo de una pistola de gran calibre, tanto como para que pudiésemos oírlo incluso con aquellos cristales que nos aislaban del mundo. Abrí los ojos sobresaltada e instintivamente me levanté del suelo y fui hasta el cristal. Lo que vi, dudo mucho que en algún momento de mi vida se me olvide: Había dos hombres que acababan de ser tiroteados, el primero de ellos el Teniente Preston, conocido por ser el maníaco que nos tenía encerrados, el otro, debía ser un guardia cualquiera. No daba crédito a lo que estaba viendo. Miré a Daniel que parecía tan perplejo como yo y giré la cabeza de nuevo hacia lo que estaba ocurriendo. La escena era surrealista, ni siquiera yo misma sabía qué pensar, hasta que un hombre de unos cincuenta y tantos años y aspecto de comerse vivo al primero que se le cruzase delante empezó a hablar por los altavoces.

– [b]Bueno, parece que alguien me ha obligado a descubrirme.[/b] – Me quedé atónita ante lo que acababa de decir. – [b]Soy el verdadero Preston, el General Preston, y ése que se acaban de llevar es un simple peón con mi personalidad implantada.[/b] – Reprimí un grito ahogado al oír eso y una expresión de horror se dibujó en mi cara. ¿Qué se suponía que quería decir con eso?- [b]Ésta ha sido una muestra de que no podréis libraros de mí, siempre estaré ahí acechándoos, y no descansaré hasta que todos y cada uno de vosotros desaparezcáis de la faz de la Tierra, ya sea estando recluidos, o muertos.[/b]– No me parecía real, incluso estuve a punto de convencerme a mí misma de que todo era producto de las drogas, pero sabía que, en realidad, no era así. – [b]Deberíais sentiros orgullosos de poder aportar algo a la raza humana, tarde o temprano todos pasaréis por ésta mesa, es la única razón aparente para que hayáis nacido.[/b] – [i]Y la única razón por la que tú has nacido es porque tu madre no abortó a tiempo.[/i] Me sorprendí pensando eso. No era el tipo de pensamiento que solía tener, porque ese tipo de cosas me hacían sentir como una persona horrible, pero en mi interior podía notar la ira apoderándose de mí, como si estuviese delante de Hitler . ¿Cómo era tan gilipollas? ¿Cómo no era capaz de ver que no todo lo sobrenatural era malo? ¿Cuántas de las personas que había allí dentro luchaban contra el Mal en vez de provocarlo? – [b]Comed, dormid, porque mañana otro vendrá a ésta mesa.[/b] – Dicho esto, dejó de hablar y en mi cara se pudo ver una expresión de pánico.

Miré hacia la celda de Daniel y lo vi, sentado en la cama. Le conocía demasiado bien como para saber a ciencia cierta de que estaba reprimiendo las lágrimas de impotencia. Verlo así me partía el corazón, así que no tuve más remedio que apartarme del cristal e ir en dirección a la cama. En un arrebato de furia le di un puntapié con todas mis fuerzas a una de las patas de hierro olvidándome por completo de lo débil que estaba. Grité de dolor y me senté en el suelo. Después, empecé a llorar desconsoladamente, como un niño pequeño que ha perdido a su madre y estaba segura de que el dolor que tenía en el pie era cien veces menor que el que tenía en el alma…

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