NICK ROMAN | LITTLE NICKY, REFUGIO
NOCHE
Eché un vistazo al local que ahora era de mi madre y mío y sonreí al verlo tan concurrido. La gente bailaba en la pista para liberar todas sus tensiones y mi madre sonreía al verles, con sus alas extendidas como un ángel guardián de sus ilusiones.
Técnicamente Mía era mi madrastra, pero teniendo en cuenta cómo se había portado conmigo, merecía que la llamase madre. Lo que había creado junto a mi padre había sido una idea estupenda. No por el negocio en sí, porque dirigir un bar en un gueto subterráneo en el apocalipsis no da muchos frutos. La gente pagaba con objetos que encontraban cuando salían, si podían, y si no, al menos se llevaban una cerveza gratis al día. No, la idea era estupenda porque era el único sitio en el que la comunidad del Refugio podía aliviar tensiones, y cada día había más.
Costaba creer que algunas de esas tensiones y divisiones internas las ocasionase esa chica que bailaba alegremente meneando las caderas y moviendo el culo a ritmo de la música. Aunque también costaba creer que tuviese un montón de circuitos e implantes en su interior.
Serví un par de copas a las Petrov no sin guiñar un ojo a la hija, aunque la madre se conservaba estupendamente. La mía también, a decir verdad, todo el mundo lo decía, aunque yo nunca la miraría con esos ojos. Lo que veía cuando la miraba era a la persona que me había acogido entre sus brazos, que me había cuidado desde que era pequeño, incluso en esa mierda de mundo, incluso al hijo de su pareja con otra mujer, un niño mitad demonio lagarto venenoso.
Me puse a sacar brillo a los vasos mientras seguía echando un vistazo a la gente. Manuela no estaba, estaría cansada porque hoy era día de replicación de existencias básicas. Debía haberse pasado media tarde multiplicando patatas, cebollas y tomates entre otras cosas. Eso era capaz de cansar a cualquiera.
La fiesta duró unas cuantas horas, pero finalmente, acompañé a un tambaleante Russell – y a un par de sus copias que estaban intentando ligar con las Petrov – hasta el pasillo y cerré.
Me despedí de mi madre con una sonrisa y atravesé todo el bar, subiendo al altillo de la segunda planta para llegar hasta mi habitación. La cama estaba hecha y no había sido yo, mi madre sin duda.
Pero lo primero en lo que se posó mi mirada fue en el indicador del panel en la columna central. Estaba a un poco más de la mitad de carga. Maldije para mis adentros por no poder guardar un poco en la reserva, pero al menos sería suficiente para el día siguiente.
No, el indicador no tenía nada que ver con la energía del complejo, y aun así de él dependía mi vida. Había nacido con un poder derivado del de mi padre, la capacidad para absorber la luz solar y revitalizarme con ella, llegando a curar heridas que habrían tardado en sanar meses o que nunca lo habrían hecho. Incluso me hacía sentirme más fuerte, más ágil, más rápido, como un subidón constante de cafeína sin los efectos nocivos.
La desventaja era que mi salud dependía totalmente de la luz solar. Soy una especie de batería humana y a medida que empiezo a descargarme mi salud empeora y empiezo a enfermar. Si estoy demasiado tiempo sin ver la luz del sol, no sé si serían semanas o meses y nunca he querido comprobarlo, moriría.
No parece una gran desventaja, la gran mayoría de la gente suele ver la luz del sol, me llegaba incluso aunque el cielo estuviese cubierto de unas espesas nubes de tormenta. Pero cuando vives en una comunidad bajo tierra de la que no es aconsejable salir para que no te cojan, y de hecho, no puedes hacerlo sin Henry, se convierte en una gran putada.
Cuando era más pequeño era mi padre el que salía, almacenaba luz solar y volvía para despejarme, a veces incluso me llevaba con él. Por desgracia eso mismo fue lo que le mató cuando un grupo le cogió. Perdí a mi padre salvándome y perdí mi único suministro de luz solar.
Aunque siempre queda algo de esperanza, y la mía se manifestó en un muchacho que tendría consumiciones gratis de por vida, Henry. Se las apañó para reunir piezas de aquí y allá y aprovechó su poder para salir al exterior y colocar un panel solar conectado a esa cabina condensadora que tenía frente a mí.
Me acerqué a ella y sentí el reconfortante calor concentrado en su interior. Giré la trabilla de seguridad y abrí la puerta. Suspiré y activé la cabina para la dosis de un día. Cerré los ojos y sentí como la luz solar empezaba a rodearme y recuperarme como si de una larga noche de sueño se tratase.
Abrí los ojos y me miré las manos. Me había cortado la palma con un vaso y ahora la herida se cerraba ante mis ojos.
Me senté en el colchón revestido para que no ardiese y me recosté para descansar un poco. Tenía la cama fuera y era bastante más cómoda, pero no quería desperdiciar ni una chispa de luz solar. Nunca se sabía cuando podría necesitarla.
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